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CUBA REAL (diesmal wirklich wahr)
En el verano del 93, mientras arreglaba un elevador de servicio del Hotel Capri, el ingeniero Juan David Corrales conoció por casualidad a la berlinesa Ruth Weichert, que iba a tomar un baño de sol en la piscina de la terraza. Conversaron escaleras arriba, dentro de la alberca, en la barra del bar, bajo las estrellas de esa irrepetible noche de julio, y sólo vinieron a callarse la boca en la cama del cuarto 704, cuando se pasaron de labios a labios tantos besos que se quedaron sin palabras para expresar aquello que suponían era el amor pero resultó ser la amistad. Al día siguiente, Juan David perdió el empleo y la hamburguesa del almuerzo que llevaba a su hijo Ernesto Camilo, con quien vivía en un edificio de microbrigada del reparto Altahabana. «Sin autorización, no se vale tener relaciones carnales con las turistas extranjeras, aunque a las europeas les encanten el mantecado de los negros y a los negros les fascinen los ojos azules de las rubias. El relajito es con orden... Sí no nos hubiéramos enterado, sería otro cantar, pero el hotel completo supo de los sucesos de ayer», dijo el responsable de mantenimiento en un mitin de repudio. «Ok. Lo que pasa, conviene», se dijo Juan David y recogió sus herramientas: «Para abajo, los santos ayudan».
Lo que pasa en verdad conviene. Porque a partir de ese fracaso se consolidó un bonito contubernio entre Ruth y Juan David, una complicidad que, luego de seguir transitando un rato por las alcobas del sexo, trancazos van y trancazos vienen, dijo una vuelta en redondo y volvió al punto de partida, para que ambos pudieran resolver el acertijo de sus dudas con un acuerdo salomónico: no serían amantes de medio turno sino amigos de tiempo completo.
Ruth había vivido de niña en el edificio Focsa de La Habana, cuando su padre fue nombrado asesor de una fábrica de cemento donada a la isla por el gobierno de la República Democrática Alemana (RDA); a la caída del Muro de Berlín tuvo suerte, y pudo integrarse a la nueva realidad con relativa fortuna, pues logró abrir una compañía de viajes en la antigua casa de sus abuelos capitalistas. La agencia se llamaba El Palmar, y pronto comenzó a correr sobre ruedas, tanto que Ruth tuvo que contratar a dos emigrantes yugoslavos para poder darse el gusto de visitar la Indochina francesa, los rascacielos de Nueva York y el Caribe anglo-parlante, hasta que la nostalgia tiró de su brazo y la trajo de regreso a los malecones de su infancia. Quería ver con sus ojos opalinos cómo soplaban en la isla los vientos devasta dores de la perestroika. Conocer al ingeniero Corrales le dio a la licenciada Ruth Weichert la oportunidad de tirarle un cabo a un camarada en apuros.
Juan David andaba de mal en peor. La apertura económica de la isla, la dolarización de la vida cotidiana y las vicisitudes del Periodo Especial lo habían sorprendido con una mano delante y otra detrás. De poco servía el diploma de Ingeniero Mecánico CUJAE-1973, colgado en la pared del baño. Mucho menos la medalla de maestro intemacionalista en Nicaragua, donde enseñó a leer a varios indígenas misquitos. A los quince años, su hijo Ernesto Camilo estaba pagando con necesidades las consecuencias de un error que ninguno de los dos había cometido. Juan David había entrado en un callejón sin salida. No quería abandonar el país en una balsa de madera, como sus dos hermanos mayores, que a Dios gracias habían dejado de contarle chambelonas sobre la Pequeña Habana de Miamí, la Fundación Cubano-Americana y los Hermanos Al Rescate. El mismo día que lo expulsaron de la brigada dijo por teléfono la mentira más rompecorazones de sus primeros cuarenta años de existencia: «Ya tengo el boniato, hermanos: hoy me dieron el carnet del Partido». Remedio santo. Desde ese preciso momento, los tres hermanos jamás hablaron de política, lo cual estuvo bien porque así disponían de seis minutos del satélite para hablar cáscara de los hijos, los amigos y los amores.
Un sábado de gloria, mientras conversaban en los bancos de arena de la playa Santa María del Mar, Ruth propuso a Juan David un negocio a cuatro manos: ofertar desde Berlín un viaje turístico a Cuba, de carácter educativo y justificado por la promesa de perfeccionar la conversación en idioma español y enriquecer el vocabulario de la lengua de Cervantes. El verdadero anzuelo sería la carnada de conocer la realidad de la isla desde el interior de una casa habanera, sin los falsos trucos del turismo tradicional. Juan David aceptó las reglas del juego. Recibiría una comisión, depositada en un banco europeo, además de unos doscientos dólares para garantizar la estancia de los huéspedes en La Habana; a cambio debía alojar en su departamento a los turistas solitarios que desearan embarcarse en semejante aventura, y hablarles como un perico las ocho horas de charla inteligente convenidas en el contrato con la agencia. Locos nunca faltan en este mundo de locos. El primero que cayó en la trampa dijo llamarse Walter W.
Walter W. resultó ser un filólogo miope que viajó desde Francfort a La Habana con dos maletas llenas de papel higiénico, aspirinas efervescentes y leche de búfala en polvo, pues padecía de trastornos estomacales. Ernesto Camilo lo bautizó con el sobrenombre de Buho Triste. Juan David le organizó un plan magnífico que incluía una alternante visión de los dos hemisferios de la realidad. Cara: visita a la bodega de la esquina para sacar los mandados, es decir la cuota establecida por la Libreta de Abastecimientos. Cruz: compras en un diplomercado. Cara: almuerzo en un paladar (fonda entonces clandestina) de Marianao. Cruz: cena en La Bodeguita del Medio, con mojitos de hierbabuena y chicharrones de puerco. Cara: participación en una «actividad cultural» de la Juventud Comunista, en el malecón habanero, con paseo en bicicleta y refrescos de sirope. Cruz: bailable en El Palacio de la Salsa, cueva predilecta de los capos del mercado negro insular y puerto seguro de los turistas más ramplones del planeta.
Walter W. quedó encantado. Recorrió la ciudad en bicicleta, desde las discotecas de Marina Hemingway hasta las favelas del Castillo de Atares, y de paso le sanaron las tripas con su nueva afición al aguardiente de caña. Además, enriqueció su vocabulario con ciento cuatro nuevas malas palabras, según contó en su agenda electrónica, y aprendió frases como «mariconá con el cocodrilo», «ir en pira», «alante con los tambores que el Afrocán viene atrás», «masa cárnica», «le zumba el mango», «la madre de los tomates», «de tranca el Almendares», «le ronca el clarinete», y «mira quien viene», una posición erótica que le enseñó, en caliente, Rosa la Cabaretera, vecina de Juan David.
Rosa había abandonado los escenarios de los cabarets cuatro años atrás, pero cuando le apretó el cinturón tuvo que regresar al ring de la vida para ganarse el pan de cada día en combates cuerpo a cuerpo con turistas españoles o italianos, fanáticos de las mulatas caribeñas. Rosa tenía las piernas flacas y estaba algo pasada de peso. No parecía una rival de importancia para competir en igualdad de condiciones con las jóvenes de dieciocho abriles que dominaban el mercado de la prostitución por la Quinta Avenida de Miramar; sin embargo, ella suplía sus carencias físicas con un conocimiento, un dominio y un tacto para complacer antojos de varón que bien podían valerle un doctorado en cualquier universidad de la calle, que es donde se gradúan los valientes. Walter W. le duró en la cama menos que un merengue en la puerta de un colegio.
Juan David, Ernesto Camilo y Rosa la Cabaretera lo acompañaron hasta el aeropuerto. Buho Triste juró por su madre que volvería a La Habana el año entrante, y dos amables oficiales lo subieron en hombros al avión, más borracho que una uva. «¡Viva Cuba, coño!», gritó desde la escalerilla.
Juan David hizo malabares para evitar contratiempos: no todos los vecinos vieron con buenos ojos la presencia de extranjeros en el edificio. Entre los malabares, visitó a Pablo Arce, el presidente del Comité de Defensa de la Revolución, y le ofreció empleo: por diez dólares, Pablo Arce haría las veces de «responsable de transporte», al poner a la disposición de la «empresa» su viejo Lada 1500. El vecino, que era economista de carrera, sacó cuentas a la velocidad de un cohete y dijo: «Cuenta conmigo, Juan, yo seré tu copiloto. Te garantizo que no hay lío. Palabra. Donde hay hombre no hay fantasmas. Déjamelo a mí. Trato hecho».
El segundo huésped fue Marina W., una hispanista y traductora que venía desde Hamburgo. Esta vez Juan David
mejoró la agenda con una visita al Museo Heming-way, una sesión de santería africana, un recorrido por el Cementerio de Colón y una noche de ballet en el García Lorca. Rosa se vio sin participación carnal, por lo cual ofreció a doña Luisa, su madre, para que lavara los trapos de la extranjera, por sólo cuatro dólares, ciento treinta pesos cubanos al cambio de la bolsa negra, dos veces más de lo que pagaban a la señora por el retiro de su difunto esposo, estibador del puerto.
El círculo de colaboradores se fue ensanchando hasta abarcar el edificio entero. Orlando, el de Comercio Exterior, cedió una extensión de su línea telefónica para garantizar las comunicaciones «así en la guerra como en la paz». La doctora Laura Méndez, pediatra vecina, se hizo cargo del chequeo médico de los visitantes, y cada tres días venía a tomarles la presión, el pulso sanguíneo y dos dólares por la consulta a domicilio. Marina Téllez, la del primer piso, se sumó como experta cocinera de arroz congrís, yuca con mojo y frituritas de malanga, e hizo las delicias de Ja huésped. Pepe el Loco, hijo de la doctora Méndez y portero de un equipo de polo acuático, resultó el amante ideal de Marina W., quien aprendió durante su estancia en Cuba las trescientas maneras distintas de llamar a los dos huevos de los caballeros.
Walter W. regresó a La Habana en noviembre de 1994, en el mismo vuelo que Ruth Weichert. Invitado a un Congreso Internacional de Lingüística y Retórica Aplicada, el filólogo trajo desde Francfort dos maletas llenas de preservativos, chocolates para Ernesto Camilo, bujías para Pablo Arce y ropas interiores, talla extra, para Rosa la Cabaretera de su corazón. Juan David le explicó que el negocio estaba en evidente quiebra, y no por mal manejo de las relaciones públicas, sino porque Rosa se había mudado con su madre para la mansión de un empresario suizo, en pleno Miramar, y Pablo ya nunca tenía tiempo para atender a los hispanistas, ocupado como estaba en su propio negocio de Renta-Car. «Me cago en la madre de Jos tomates», exclamó Walter y se sirvió su primer trago de aguar-diente. Ruth daba paseítos cortos de punta a punta de la sala. Ernesto Camilo, entretanto, devoraba los chocolates sin que, a juzgar por su ansiedad, le interesase otra cosa en la vida que no fuera destruir su estómago a bombonazos. «Me han traicionado, profesor. Me han hecho maniguiti. Cría cuervos y te sacarán los ojos.»
La pediatra Laura Méndez trabajaba de recepcionista en la residencia de un diplomático que tenía unos mellizos recién nacidos. Pepe el Loco se había convertido de la noche a la mañana en un gigoló profesional, experto en consolar viudas de Noruega, Orlando había rentado su departamento por seis meses a dos estudiantes mexicanos y ahora vivía con su suegra en un solar de Centro Habana. A Marina le habían permitido abrir su propio paladar, y con la devaluación del dólar en el mercado negro los precios estaban por las nubes. «Le ronca el clarinete, Ja Marina nos salió una bicha», dijo Walter W. y se terminó la botella. Fue entonces que Ernesto Camilo decidió intervenir en la conversación y les demostró que así debía ser, que su padre se había equivocado al querer centralizar k planificación de la actividad económica en el edificio, con un diseño de mando vertical, autócrata y a veces paternalista, sin darse cuenta que lo correcto, lo justo, lo que realmente favorecía el auge de la comunidad era el libre juego de la oferta y la demanda.
—¿Y a usted quién le dio vela en este entierro? Los niños hablan cuando las gallinas mean —dijo Juan David, pero la demócrata Ruth Weichert lo paró en seco con este comentario:
—El derecho a la libre expresión es sagrado, caballo.
Ernesto Camilo pospuso la muerte del último bombón y dijo, mirando a los ojos de Juan David:
—Yo sé que la verdad duele, papá, mas no porque duela deja de ser verdad. Tú te partiste el lomo estudiando una ingeniería que no te gustaba. Y te costó caro: acabaste arreglando elevadores de uso cuando pudiste haberlos construido. Fuiste a alfabetizar a Nicaragua. Eres un tipo del carajo, viejo, pero estás aferrado a una idea que ya no funciona en este mundo. Estoy muy orgulloso de ti, pero no de acuerdo contigo.
Y le explicó la urgencia de que los propietarios y la fuerza de trabajo de la pequeña y mediana empresa intervinieran de manera creadora y mancomunada, con eficiencia, exigencia personal y resultados comprobables, en auténtica competencia de mercado, y lograr de esa forma que la rotación de la inversión primaria no se desgastara en un capital pasivo, de puro valor cambiado, sino activo, generador de riquezas, y, en consecuencia, propiciar el necesario crecimiento de las finanzas en proporción directa al incremento sostenido del producto social. «Ni son cuervos ni pretenden sacarte los ojos. Quieren vivir, papá. Vivir. Yo apoyo a Pablo, a Marina, y también a la doctora. Tú les abriste una puerta. No te la cierres a ti mismo, caballo: abre otra», dijo y se embutió el último chocolate. Walter W. Se puso en pie y dijo en perfecto cubano: «De tranca el Al-mendares, compadre, alante con los tambores que el Afro-can viene atrás».
Los grandes amigos Ruth Weichert y Juan David Corrales pactaron un matrimonio por conveniencia a principios de 1995 y hoy esperan el permiso de emigración para que Ernesto Camilo pueda salir del país, y entonces irse los tres a Europa, al menos una temporada, hasta que se les encienda el bombillo y encuentren cómo demonios romper en los muros de La Habana un nuevo portón a la esperanza.
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