El descubridor de Troya ya había descubierto La Habana

20.03.2007 13:24
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Cuando Heinrich Schliemann (1822-1890) vino a Cuba por primera vez tenía ya 43 años y todavía no era arqueólogo. Era entonces un exitoso hombre de negocios que estaba explorando dónde invertir su capital. Acababa de liquidar una próspera firma comercial en San Petersburgo y su primer encuentro con la Isla fue una breve escala en su viaje de Nueva York a México. Dos días en La Habana de intramuros de 1865, vestida en esa ocasión con sus mejores galas para celebrar el día de San Cristóbal, su patrono, bastaron para despertarle la avidez por conocer mejor esta tierra, adonde regresaría apenas tres semanas más tarde.

En su segunda estancia, en diciembre de ese mismo año, se hospeda en el Hotel Inglaterra, desde el cual disfruta el agradable entorno. Sus diarios caribeños, que se conservan inéditos en la Biblioteca Gennadius, de Atenas, revelan cómo el mismo inversionista que se interesaba por el incipiente y precoz desarrollo ferroviario en la Isla, o por la agroindustria azucarera, o por el cultivo del tabaco y la producción de los habanos, criticaba y se conmovía ante el maltrato a los negros esclavos, y enjuiciaba severamente la trata de mano de obra china, otra forma encubierta de esclavitud. Y es también este hombre de cualidades excepcionales, el mismo cronista que se deslumbra ante el paisaje de la campiña cubana o frente a la hermosura de las estalactitas de las recién descubiertas Cuevas de Bellamar, en Matanzas.
Entre 1866 y 1870, Schliemann realiza estudios sobre la cultura griega en la Sorbona de París. En 1867, razones de negocios lo traen nuevamente a América y aprovecha para darse otro salto a la Mayor de las Antillas. En 1869, decide consagrarse a lo que constituyó la pasión de su vida: comprobar científicamente la existencia de la Troya de la leyenda homérica.

Veinte años de arduas excavaciones y de espectaculares hallazgos arqueológicos lo retuvieron sin retornar a Cuba. En enero de 1886, en la cima de su fama, regresa a La Habana y se aloja en el Hotel Telégrafo, junto al Inglaterra, cual si deseara evocar gratos recuerdos.

Este hombre excepcional, que habiendo nacido en el humilde hogar de un pastor de Mecklemburgo, llegó a descubrir la Troya de sus sueños en Hissarlik, Turquía, y los tesoros de las tumbas de Micenas, en Grecia, sin dudas había realizado también otros relevantes hallazgos en estas tierras, si nos guiamos por la carta que le escribió a su hijo desde París:

“Imagínate toda la tierra de Rusia cubierta de caña de azúcar, rodeada de una especie de palma, llamada palma real, que son los árboles más bellos del mundo; el paisaje de bosques de cocoteros o platanales, así como de laurel de la India, naranjas en flor, frutos maduros (...) Imagina que durante todo el invierno, cada mañana puedes darte un baño de mar. Imagina un cielo transparente plasmado de noche por millones de estrellas (...) Si puedes representarte esa maravilla, tendrás una pálida idea de la riqueza de la naturaleza, de la vegetación exuberante, de la belleza del paisaje, de la magnificencia del cielo y dulce temperatura de la Perla de las Antillas, la majestuosa isla de Cuba".
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